jueves, 18 de julio de 2013

En el suelo.

Había un hombre muerto en el suelo.
Las ruedas de la carreta levantaban polvo al acercarse.
Era de día como solo puede serlo en los desiertos, donde la claridad impide ver y la calima levanta un cerco de turbidez a los sentidos.
El hombre muerto se movió. Tal vez no estaba muerto. Intentó incorporarse y la carreta se paró. El sol miró expectante, la calima dejó de rielar, los caballos se sosegaron y los matojos permanecieron quietos. El hombre logró levantarse.
El único ocupante del vehículo se bajó. El muerto echó mano de su pistola, pero la funda estaba vacía. Palpó nervioso su sucia ropa, en busca de un milagro, formando una nube de arena y tierra que fue a posarse a sus pies gracias a la inexistente brisa. Dios estaba muy lejos y no le escuchó.
El carretero lo miraba sin prisa, se recolocó el sombrero y escupió al suelo baldío mientras destapaba la funda de su propio revólver, cubierta por el abrigo. Esa no estaba vacía. El arma relucía muerte siendo opaca, en manchas de sangre y pólvora requemada.
Delante de él, el desarmado, sonrió y se encogió de hombros, como si aquello no fuera más que una broma pesada. Una de aquellas que tantas veces se habían gastado.
El armado abrió el tambor y contó las balas, lo cerró. Alzó el puño y apuntó sin disimulo. El muerto pareció sorprenderse y levantó las manos. Suplicó con la mirada.
El carretero mordió su labio inferior y entrecerró los ojos, la mano le temblaba y la vista se le difuminaba. Así era mejor, prefería no ver a que disparaba.
En algún punto cercano, un par de buitres oteaban la lejanía al abrigo de una roca. Alzaron el vuelo, pero no huyeron. Se acercaron planeando, sin prisa, con las largas alas desplegadas y los picos medio abiertos, apuntando en una única dirección, conocían aquel sonido y lo que significaba. Pronto su vuelo se volvería circular.
La mano manchada de pólvora y dura el alma, el hombre que aun quedaba de pie se acercó lentamente, y se agachó junto al otro. Procurando no mancharse, buscó el bolsillo interior del abrigo del yaciente. Sacó de él un saquito pequeño, la tela más nueva en millas, que vertió en su mano. Los diamantes le sonrieron entre brillos. Los devolvió al interior y dejó el saquito en su propio abrigo.
Suspirando, sacó de su pantalón una fotografía gastada. En ella se veía a los dos hombres, el muerto y el vivo, hombro con hombro, sonrientes, mucho tiempo atrás. Volvió a abrir el bolsillo interior del abrigo y metió en él la instantánea, y una lágrima.
Las ruedas de la carreta levantaban polvo al alejarse.

Había un hombre muerto en el suelo.



Para ir abriendo boca ;)

Fuego Helado

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