Había un hombre muerto en el suelo.
Las ruedas de la carreta levantaban
polvo al acercarse.
Era de día como solo puede serlo en
los desiertos, donde la claridad impide ver y la calima levanta un
cerco de turbidez a los sentidos.
El hombre muerto se movió. Tal vez no
estaba muerto. Intentó incorporarse y la carreta se paró. El sol
miró expectante, la calima dejó de rielar, los caballos se
sosegaron y los matojos permanecieron quietos. El hombre logró
levantarse.
El único ocupante del vehículo se
bajó. El muerto echó mano de su pistola, pero la funda estaba
vacía. Palpó nervioso su sucia ropa, en busca de un milagro,
formando una nube de arena y tierra que fue a posarse a sus pies
gracias a la inexistente brisa. Dios estaba muy lejos y no le
escuchó.
El carretero lo miraba sin prisa, se
recolocó el sombrero y escupió al suelo baldío mientras destapaba
la funda de su propio revólver, cubierta por el abrigo. Esa no
estaba vacía. El arma relucía muerte siendo opaca, en manchas de
sangre y pólvora requemada.
Delante de él, el desarmado, sonrió y
se encogió de hombros, como si aquello no fuera más que una broma
pesada. Una de aquellas que tantas veces se habían gastado.
El armado abrió el tambor y contó las
balas, lo cerró. Alzó el puño y apuntó sin disimulo. El muerto
pareció sorprenderse y levantó las manos. Suplicó con la mirada.
El carretero mordió su labio inferior
y entrecerró los ojos, la mano le temblaba y la vista se le
difuminaba. Así era mejor, prefería no ver a que disparaba.
En algún punto cercano, un par de
buitres oteaban la lejanía al abrigo de una roca. Alzaron el vuelo,
pero no huyeron. Se acercaron planeando, sin prisa, con las largas
alas desplegadas y los picos medio abiertos, apuntando en una única
dirección, conocían aquel sonido y lo que significaba. Pronto su
vuelo se volvería circular.
La mano manchada de pólvora y dura el
alma, el hombre que aun quedaba de pie se acercó lentamente, y se
agachó junto al otro. Procurando no mancharse, buscó el bolsillo
interior del abrigo del yaciente. Sacó de él un saquito pequeño,
la tela más nueva en millas, que vertió en su mano. Los diamantes
le sonrieron entre brillos. Los devolvió al interior y dejó el
saquito en su propio abrigo.
Suspirando, sacó de su pantalón una
fotografía gastada. En ella se veía a los dos hombres, el muerto y
el vivo, hombro con hombro, sonrientes, mucho tiempo atrás. Volvió
a abrir el bolsillo interior del abrigo y metió en él la
instantánea, y una lágrima.
Las ruedas de la carreta levantaban
polvo al alejarse.
Había un hombre muerto en el suelo.
Para ir abriendo boca ;)
Fuego Helado
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